viernes, 14 de octubre de 2011

Un mal vuelco

Mi abuela murió hace casi seis años. En aquel entonces, mi tío, que más que tío siempre ha sido casi un hermano, un amigo, le habló a mi madre de lo cercanos y sensibles que habíamos sido durante el amargo proceso fúnebre, mis hermanos y yo. Nos elogió, vamos. Yo, lejos de sentirme halagado, me sorprendí, casi me indigné. Como si hubiera podido ser de otra forma. Yo no había ido allí a saludar a la familia ni a hacer acto de presencia, estaba allí porque era mi Abuela, coño. Es decir, esa mujer vivaracha de mente despierta y una espontaneidad que en más de una ocasión a lo largo de muchos años nos había dejado pasmados por lo acertado y a la vez jocoso de sus comentarios, de esos que ya nunca olvidas y no puedes volver a recordar sin esbozar una sonrisa. Sin mencionar todo lo demás... las horas pasadas en el Encinar, sus horas bajas, sus cotilleos soezmente divertidos en ocasiones, pero siempre sin llegar a perder esa clase tan propia de los García, que solía esgrimir cual estandarte, orgullosa, e incluso quiso inmortalizar en un librillo que no conoció más gloria que ser manoseado y releído por quienes habitualmente la circundábamos. No, definitivamente no estuve allí porque tuviera nada que demostrarle a nadie, sino para despedirme de un pedazo irremplazable de mi vida. Será por las horas que pasé con ella, si bien es verdad que tal vez nunca llegamos a mantener una conversación demasiado larga, pero ni falta que hizo.
Y recuerdo a mi abuelo en aquellos días de velatorio. Su aspecto era exactamente el mismo que si acabara de encajar un puñetazo en la boca del estómago y estuviera sacando fuerzas de flaqueza por disimularlo. Luego el resto fue como una tediosa espera, hasta que él también se fue, algo más de tres años después, porque todos sabíamos que ya nada le ataba a esta vida, más que el tiempo que su tierno corazoncillo de antiguo guerrero decidiera seguir latiendo.
Desgraciadamente las vidas de mis abuelos no fueron lo único que se fue a pique en aquella época. Ni mucho menos. Pero sería casi grotesco hablar sobre todo lo demás. Los interesados sabemos bien qué fue lo que se perdió.
Hubo un tiempo en que mi familia era extensa y cohesionada, como unas cuantas gotas de agua fresca que se sienten seguras en su recipiente de metal, sin preocuparse por lo que el mañana pueda traer por sorpresa, o de que la vasija pueda volcarse. Ahora nos comportamos como si fuéramos un puñado de extraños obligados a seguir tratándose en honor a un pasado que fue mejor, sin atrevernos a preguntarnos nada más allá de cómo nos ha ido la última semana, o el verano que termina. Eso los que aún estamos, porque hay quienes ya ni eso. Y en mi caso particular, aunque sin embargo creo que comparto esta condición con todos los demás, si bien cada uno a su manera, me encuentro en una esquina sin demasiada confianza en las soluciones que se proponen por el camino al asunto, y siento una soledad seca y fría cuando, al hablarme, percibo en mi gente de toda la vida el tono de voz que se emplea con alguien de quien no sabes por dónde puede salir. Sé que, en la parcelita que me toca en este desaguisado, soy el mayor culpable de esto, pero me veo incapaz de darle un giro sin un cambio radical de escenario. O dicho de otra forma, la vida que por el momento seguimos arrastrando desde entonces y que no somos capaces, o no nos proponemos cambiar, se me hace demasiado estéril como para esperar de ella el milagro que a veces pienso que hace falta.
Pero no sé dónde venden vasijas, no importa de qué estén hechas, supongo que siempre que tengas en cuenta que todas tienen su talón de Aquiles basta con ser precavido. Tampoco me siento capaz de encontrarlas por mí mismo, o de poder arrastrar al resto una vez hubiera dado con el alfarero, o el orfebre, o quien sea.

No hay comentarios:

Publicar un comentario